Ayer me desplacé hasta una pedanía de mi Cartagena natal.
Me había llamado un gilipollista que vive por allí y me había contado entusiasmado que se había propuesto construir el primer templo del Gilipollismo.
Acudí al encuentro y me llevó hasta un recóndito paraje campestre donde me enseñó lo que llevaba construido.
Era una especie de cueva de unos diez metros cuadrados a la que le había levantado una pared de bloques en la entrada con la idea de instalarle una puerta de barrotes de hierro.
La verdad es que tiene una pinta un poco rara, pero me dio palo decírselo, se le veía tan ilusionado…
-¿Y qué piensas hacer aquí? – le pregunté intrigado.
Él puso una sonrisa de oreja a oreja y… siguió sonriendo.
Desandamos el camino en silencio y nos despedimos sin decir palabra tampoco, sólo nos sonreímos.
Gilipollismo… puro.
Deja una respuesta